Mi aportación a Halloween es este cuento para los lectores más jóvenes (y para los mayores si se atreven).
Aquel
edificio me daba miedo. Era una construcción muy antigua, casi en estado
ruinoso, con puertas y ventanas desvencijadas y algunos grafitis en las paredes.
Todavía recuerdo los cristales rotos del primer piso, puntiagudos, amenazantes
como dientes de tiburón. Los vecinos del barrio decían que aquel edificio había
pertenecido a un convento franciscano, y que más tarde, en tiempos de guerra, había
cumplido las funciones de hospital, prestando auxilio a los centenares de
heridos que dejaban las bombas.
Cada
día pasaba por delante de aquella construcción un par de veces, en el trayecto
que unía mi casa con el colegio y el colegio con mi casa. Cada día se me
aceleraba el pulso cuando me encontraba cerca del viejo hospital, no quería ni
mirarlo, pero al mismo tiempo me atraía como un imán.
Mis
amigos aseguraban haber entrado en más de una ocasión al interior del inmueble
y relataban con excitación todo lo que allí habían visto: camillas, botellas de
suero sin ningún contenido ya, probetas, tubos de ensayo... Incluso uno de
ellos juraba haber encontrado dentro de un pequeño cuartito bolsas con sangre
seca y miembros humanos, como una pierna seccionada a la altura de la rodilla
que le había impresionado especialmente porque, según él, su tamaño indicaba
que había pertenecido a un niño.
Jamás
me atreví a acompañarles en sus incursiones detectivescas al viejo hospital, no tenía valor. Me sudaban las manos y me faltaba el aire cada vez que pensaba
que podía encontrarme dentro de aquel espacio, sin luz, rodeado de misterio y
oscuridad, en un lugar donde había existido sufrimiento, dolor y muerte. Me
imaginaba al niño sin pierna vagando por los pasillos del edificio, con los
brazos extendidos hacia adelante, flotando por encima del suelo, con el rostro
muy pálido y los ojos enrojecidos, pidiendo ayuda o buscando tal vez a su
madre. Era una imagen que solo residía dentro de mi cabeza, pero que me
atormentaba cada vez que cerraba los ojos.
Sin
embargo, aquel lunes ocurrió. Fue al salir del colegio, a las cinco de la tarde. Era invierno y
la claridad declinaba. Estaba solo, y al pasar junto al viejo hospital, sin
saber muy bien por qué, sentí que alguien me llamaba desde el interior, que
debía entrar. Y lo hice. Era inaudito. Tantas veces como había rechazado
acompañar a mis amigos y allí estaba yo, absolutamente solo, con escasa luz
natural y rodeado de sombras. Anduve con cautela por un largo pasillo. El
silencio pesaba tanto que el sonido de mis pasos retumbaba en todo el edificio
y me producía escalofríos. Algunas habitaciones, que quizás habían pertenecido
a los heridos de guerra, permanecían cerradas y fui incapaz de abrirlas, pero se
distinguía una al fondo del corredor que no tenía puerta y desprendía una
luminosidad sobrenatural, como si el sol se hubiese colado por alguna de sus
ventanas. Me acerqué despacio, evitando producir cualquier ruido, ni siquiera
el de mi respiración, que contuve como si fuera a sumergirme en el mar.
Entonces lo vi. No podría asegurar que fuera el niño, pero vi una figura
humana, de pequeña estatura, que se escapaba de aquel foco de luz y se acercaba
hacia mí. Al mismo tiempo escuché con absoluta nitidez que alguien pronunciaba
mi nombre con voz de ultratumba y entonces noté un hálito frío a la altura de
mi nuca. Salí corriendo como Cenicienta del baile del príncipe, incluso perdí
un zapato en la carrera, aunque en mi caso no era de cristal, y en menos de treinta
segundos me encontraba en la calle, respirando agitadamente y con la mano en el
pecho, como si quisiera contener de ese modo un corazón asustado que saltaba
dentro de mi jersey como un conejo. Volví levemente la cabeza hacia el interior
del viejo hospital y solo vi oscuridad, la misma que ya cubría las calles. Me
faltaban las fuerzas para caminar y lo hice pesadamente, como si cada uno de
mis pies hubiese sido soldado al suelo, casi no podía moverlos. Al llegar a
casa todavía temblaba, no fui capaz de merendar, me encontraba fatal, tenía
angustia y el malestar me duró más de una semana.
Nunca
conté nada a nadie. No se lo dije a mis padres, tampoco a mis amigos, lo que
viví en el viejo hospital es un secreto que solo a mí pertenece, y ahora a
vosotros que leéis esta historia.
Hoy
aquel edificio abandonado es una biblioteca muy visitada en la ciudad, con dos
amplias salas de préstamo y miles de libros para el disfrute de los usuarios.
Dicen algunos, medio en serio medio en broma, que allí vive un fantasma. Dicen
que por las noches, cuando en la biblioteca ya no queda nadie, se oyen ruidos
de pasos y gemidos. Dicen que han visto claramente una sombra pegada al cristal
de una ventana y que, a veces, allí brilla una luminosidad extraña. Yo escucho
todas las habladurías, pero no digo nada. Sin embargo, cada vez que acudo a la
biblioteca y recorro sus pasillos, noto a la altura de mi cuello el mismo hálito
frío que aquel lunes de invierno me dejó sin respiración, cuando tan solo era
un niño.